20 enero 2010

A Doble Espacio

por: Enrique García Cuéllar
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Manuel Suasnávar nos narra su visión de la vida ya cotidiana, ya insólita con las luces y los colores que todos vemos en Chiapas. Si una pareja baila, hombre y mujer se abstraen, quedan absortos en sus movimientos donde radica la belleza, ajena a rostros e indumentarias, con fondo de sangre vital. Bailan y los cuerpos son remodelados, suavizados por el deseo más que por el amor: quieren fundirse y las manos se crispan, aunque en la faz y la mirada tratan de estar a la altura de las circunstancias. Rostros de agudezas dibujadas por un pasado que han valido la pena, tanto así que ha quedado eternizado en un instante donde confluyen el gozo del presente y los dolores sufridos.
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Los personajes de Suasnávar son produto de una extrañana combinación de alegría y tristeza. Incluso en caballito de madera, aparentemente inerte, es contrastado con una pared húmeda, cicatrizada por el pincel que siempre halla la otra belleza, como el poeta encuentra la otra realidad. Los hombres y mujeres brotados de la mano con oficio, no obstante estar gozando, acusan siempre un rasgo de esa rara solemnidad que los trasciende; si se preparan para la fiesta de los parachicos, el ritual es adusto porque es cosa representar a otro, bajo una de las tantas máscaras que nos cubren. La fiesta de enero es irrepetible y cíclica, como cada víspera; y es la víspera lo que retrata al pintor.
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El tríptico de la ceiba patriarcal, abrazada por sus propias venas plenas de savia, ceiba sabia, es metáfora del poder natural (¿alguno tan legítimo?) conferido por luz y también por agua subterránea y pluvial, ceiba garante del perenne verder del campo que preside. Tres trozos de papel de algodón como momentos de un todo de otra manera inabarcable. Si nos queda algo de la ceiba al verla en el campo, en el tríptico se nos cuenta la misma ceiba de otro modo, no menos verdad ni menos color.
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Manuel Suasnávar es el mismo por su sello, pero es otro ahora, por las luces que inaugura, luces que, paradójicamente, brotan nada más para mantener la sordidez del fondo al ver a un boxeador a su vez contemplado por su manejador, con ojos de avaricia y astucia que empujan al otro al riesgo. El pugilista mira al pintor y parece pedirle más benevolencia que fidelidad, pero el artista no concede gratuidad alguna; ya es bastante con el protagonismo conferido por la luz lateral remarcadora de humildades e incertidumbres expresadas con maestría.
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Ixtle, la única galería privada de Tuxtla Gutiérrez da el espacio al pintor y el goce estético es tan inagotable como las lecturas de su obra. Suasnávar crece como su pintura y el privilegio de la vista lo agradece, en parte, porque nos abre una ventana al mundo que sabemos que ahí está, pero pocas vecs volteamos a verlo.
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Periódico La voz del sureste. 15 de septiembre de 2003.

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